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Responder al monólogo

María González Reyes (PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global, nº 121, 2013, pp. 159-168)

Lunes 21 de octubre de 2013

Sin casa, sin curro, sin pensión, sin miedo.”
Juventud sin Futuro

Yo no voté al FMI.”
Cartel colgado en la Puerta del Sol en mayo de 2011

En una pared gris, rugosa, casi sucia, ella dibujó un pez que se había escapado de una alcantarilla un día de lluvia.
Microrrelato anónimo

Empecemos por el final para, luego, ir desgranando la historia de atrás hacia delante: en esencia, la contrapublicidad es una respuesta comunicativa frente a la publicidad y trata de responder al monólogo que plantean los anunciantes diciendo no sólo aquello que los anuncios omiten, sino haciendo una crítica de las empresas que los utilizan para convencernos de que resolver nuestras necesidades depende, casi exclusivamente, de comprar aquello que nos proponen. La contrapublicidad trata de mezclar, por ejemplo, las tres frases que se recogen al principio de este artículo: combina el sustento ideológico que le brindan los distintos movimientos y colectivos sociales con una experimentación gráfica y lingüística heredada del mundo artístico, utilizando el espacio público como lienzo expresivo.

Historia de una respuesta

Hacer un repaso de la historia de la contrapublicidad requiere, necesariamente, comenzar hablando de qué es la sociedad de consumo y cuál es el papel que tiene dentro de ella la publicidad.

A lo largo de las últimas décadas, el consumo de recursos naturales, bienes y servicios ha aumentado de forma espectacular. Casi un tercio de la población mundial forma parte de la clase consumidora que cada día lubrifica y engrana el modelo económico creado por el capitalismo. Un sistema basado en la extracción ilimitada de recursos en un planeta finito y en la desigualdad social, que pone a prueba cada día su funcionamiento en millones de supermercados, tiendas y centros comerciales. En este sistema las personas importan en función de su posibilidad de consumir, es decir, en función de su capacidad para convertirse en clientes de las grandes corporaciones.

Este modelo caracterizado por visibilizar sólo la fase de comercialización de todo el sistema productivo, basado en la fabricación en serie, la deslocalización productiva, la concentración empresarial y la globalización económica no podría sostenerse sin una herramienta clave: la publicidad.

En teoría, la publicidad surgió como un instrumento cuyo objetivo era dar a conocer las características fundamentales de un producto. Así, por ejemplo, en uno de los primeros anuncios de Coca-Cola podía leerse: “tónico para el estómago y los nervios”, junto con un párrafo en el que se destacaban otras supuestas cualidades de dicha bebida. Ninguna imagen acompañaba a este texto. Sin embargo, el objetivo informativo se difuminó pronto, ya que explicar las características de aquello que se comercializa no modifica suficientemente el deseo de consumir de las personas. Los publicistas adivinaron pronto que si enfocaban sus mensajes a la parte racional, encontrarían clientes que se fijan en las características de los productos que compran, pero si aludían a los sentimientos, lo que crearían son clientes fieles a las marcas con las que se identifican a través de las emociones, y este mecanismo resulta mucho más eficaz para engrosar las cuentas de resultados de las empresas. Por eso Coca-Cola pasó de ser un jarabe medicinal a ser una bebida con la que “la vida sabe bien” y se “destapa la felicidad”.

Vivimos pues en la época de la publicidad sentimental, a través de la cual las empresas consiguen un necesario y efectivo lavado de cara, ocultando tras eslóganes como “construir un mundo mejor es un premio para todos” (Repsol) o “tu banco de confianza” (Santander) los mecanismos que les permiten seguir incrementando sus beneficios. Y es que, en realidad, la publicidad no entiende de ideologías: la misma empresa puede anunciarse con valores “feministas” cuando se trata de vender un pequeño utilitario y hacerse fiel defensora del patriarcado más rancio cuando tiene que dirigirse al público objetivo que compraría un todoterreno.

La explicación de por qué utilizan esta estrategia comercial la comenta con una claridad sorprendente Luciano Benetton, que al ser entrevistado acerca de las técnicas publicitarias de su empresa, decía: “No vendo ropa en mis campañas, sino una ideología. Éste era nuestro principal objetivo (…) Si hiciéramos publicidad sobre el producto, llegaríamos a un público limitado. En cambio así logramos un impacto mucho mayor”. Y Oliviero Toscani, el que fuera director de las campañas más polémicas y exitosas de Benetton, afirma que la publicidad “no vende productos ni ideas, sino un modelo adulterado e hipnótico de la felicidad”. [1]

Así, la publicidad se ha instaurado como el principal canal ideológico del consumismo, a la vez que vertebra el ideal del crecimiento productivo ilimitado y la libertad de mercado como una fuente inagotable para la satisfacción de las necesidades humanas. Su capacidad seductora termina por desmaterializar los objetos anunciados y transformarlos, simbólica y psicológicamente, en un conjunto de atributos intangibles, espejo de aquellos anhelos y aspiraciones que interesan al mercado.

El reino del consumo low-cost, la tiranía del beneficio económico a corto plazo y la ambición de la clase empresarial no sólo han construido una amplia clase consumidora pasiva, hedonista y acrítica, sino que también han puesto en jaque la viabilidad de su propia materia prima fundamental: el planeta Tierra. A estas alturas ya tenemos todas las certezas de que el olvido interesado de los límites (los recursos naturales finitos o la capacidad del aire, el agua y la tierra para ser contaminados) y la obsesión por el crecimiento económico constante, ni siquiera han posibilitado una sociedad más satisfecha consigo misma, sino más bien todo lo contrario: la sociedad que ha dispuesto de los recursos más abundantes y de las tecnologías más avanzadas se encuentra aprisionada, sin embargo, en una espiral consumista que nos hace infelices, competitivos con los demás, nos enfrenta al resto de los pueblos y pone en grave riesgo la subsistencia del entorno del que dependemos.

Dice Max Neef que las necesidades de todos los humanos, independientemente del lugar en el que vivan, son las mismas, pero lo que es distinto es la manera que tienen de resolverlas. En los países económicamente enriquecidos, la necesidad de divertirse se solventa pasando la tarde en centros comerciales y no en las plazas públicas; el reconocimiento social se consigue vistiendo ropa de marca y los cuidados se subcontratan, en muchas ocasiones, a mujeres migrantes que, a su vez, dejan a sus hijos e hijas en manos de otras mujeres que les ayudan a cuidarlos. Hay cada vez menos aspectos de la vida que escapen de esta mercantilización y el consumo se ha convertido en la vía más importante de identificación social. “Yo sé que no soy un mejor deportista por llevar unas Nike”, comenta un adolescente de 16 años cuando se le pregunta por qué compra esas zapatillas, “pero eso no es lo importante, lo importante es que los demás sí lo creen”.

Esta educación para el consumo que la publicidad lleva haciendo desde hace décadas carece de mecanismos de control reales: ¿quién juzga a las empresas por mentir en sus anuncios?, ¿quién regula sus contenidos ya que cumplen un incuestionable papel educativo? Como veremos a continuación, la contrapublicidad puede cumplir el papel de visibilizar y denunciar las actividades que las empresas esconden detrás de la publicidad.

Responder al monólogo: algunas claves de por qué surge la contrapublicidad

A finales de los ochenta, en San Francisco, dos activistas del BLF (el Frente de Liberación de Vallas Publicitarias), ataviados con monos de trabajo y una escalera, se presentaron a plena luz del día ante un cartel que anunciaba a un exitoso cantante neoyorquino. Taparon el texto del cartel, dejando al lado del cantante un bocadillo de cómic hecho con pintura de pizarra y unas cajas con tizas, invitando a los viandantes que pasaban por allí a expresarse en esa improvisada pizarra: ¿qué estará pensando el conocido cantante? En unas horas, el BLF había fotografiado las decenas de consignas políticas, chistes, operaciones matemáticas e insultos que habían escrito muchas personas.

Así surgen las primeras expresiones contrapublicitarias que, por un lado, son un movimiento de respuesta que rompe con el unidireccional monólogo publicitario: si la publicidad lanzaba mensajes que no permitían respuesta, se buscaba la forma de contestar a esos anuncios alterando los mensajes, de manera que se visibilizase aquella información que los anuncios omitían sobre los productos. Al mismo tiempo, estas intervenciones pretendían también reivindicar el espacio público. El aumento de las vallas y marquesinas publicitarias suponía que la publicidad se hacía omnipresente, sobre todo en las grandes ciudades, y los contrapublicistas trataban de reapropiarse de un lugar cada vez más mercantilizado para hacer intervenciones y lanzar otros mensajes que no tuviesen nada que ver con animar a consumir. Los soportes publicitarios en plena calle se convierten, de este modo, en un sugerente lienzo expresivo y son una parte clave para la estrategia de difusión masiva de artistas del graffiti o sirven de altavoz para las consignas de los movimientos sociales.

Muchas de estas primeras intervenciones contrapublicitarias nacieron al calor de un movimiento artístico que reaccionaba contra el intelectualista expresionismo abstracto, el arte pop, que se proponía recoger y reutilizar todos esos códigos y lenguajes comerciales que la televisión, la radio, la prensa y las enormes vallas exteriores utilizaban con sorprendente éxito. Surge así otro de los puntos clave de la contrapublicidad, el vincular una fuerte crítica al modelo de consumo con la experimentación de otras formas de expresión gráfica y lingüística.

Así pues, se confluye en un fenómeno contracultural propio de una sociedad de masas, donde artistas y movimientos sociales experimentan con espacios lúdico-reivindicativos y con la idea de formas de expresión que no sólo acompañen las transformaciones sociales, sino que también las generen. A través de la parodia, del lenguaje directo, llamativo, provocador, el mismo que usa la publicidad, se busca ir a la parte racional del consumidor o consumidora para que comience a hacerse preguntas sobre los productos: ¿acaso la publicidad me está engañando?

Desde ese momento, un diverso y atomizado movimiento de respuesta al discurso publicitario comienza a tomar forma. No es casual que los primeros grupos que empiezan a cuestionar el poder de la publicidad surjan en la cuna de la globalización capitalista: las grandes metrópolis de la costa oeste norteamericana (Vancouver, Seattle o San Francisco) y la siempre explosiva Nueva York fueron el punto de partida de una contracultura que bebe ideológicamente de aquellos movimientos de protesta (antirracismo, feminismo, sindicalismo, ecologismo...) para intervenir en el espacio urbano con propuestas artísticas y experimentales. Londres, París o Berlín irán poco a poco tomando el relevo en Europa.

Como muestra, un botón: ejemplos de grupos contrapublicitarios

En 1989 un grupo de personas del movimiento contracultural de Vancouver (Canadá) crea Adbusters, una fundación que puede considerarse como uno de los grupos pioneros en hacer contrapublicidad. Su idea es tratar de subvertir los logos y eslóganes de los anuncios para intentar dar un mensaje que refleje mejor la realidad sobre aquello que se publicita. Así fueron bastante conocidos los contranuncios hechos sobre los spots de tabaco Camel, en los que el famoso camello dejaba de tener un aspecto vigoroso para pasar a estar acostado en la cama de un hospital. Adbusters se define como “una red global de artistas, activistas, escritores, bromistas, estudiantes, educadores y empresarios que queremos hacer avanzar el nuevo activismo social de la era de la información. Nuestro objetivo es derrocar las estructuras de poder existentes y forjar un gran cambio en la forma en que vivimos en el siglo XXI”.

En esencia, Adbusters examina la relación existente entre la gente y su entorno, tanto el material como el mental. Defiende, a través de una revista, libros, sitio web, spots y vallas contrapublicitarias, la necesidad de una disonancia comunicativa que haga de fuerza contracultural ante la sociedad consumista, neoliberal y acrítica. Mediante una “desintoxicación cultural” intenta desvelar el montaje mediático que mantiene el mercado, utilizando para ello herramientas que se basan en subvertir los mensajes publicitarios para expresar aquello que las marcas omiten. “Declara tu independencia de los dictados de las multinacionales”, decía el eslogan de un gran cartel contrapublicitario que colgaron en pleno Times Square, en Nueva York; acompañaba a ese texto una bandera de Estados Unidos cuyas estrellas habían sido sustituidas por los logos de varias empresas transnacionales.

A principios de los noventa Adbusters presenta ante los medios una curiosa propuesta: un “día sin compras” justamente en el día de mayor consumo norteamericano (el viernes previo al Día de Acción de Gracias). Hoy este Buy Nothing Day, que se celebra en decenas de países cada año, es la campaña más conocida de la asociación contrapublicista más significada internacionalmente por su crítica a las sociedades opulentas del Norte económico.

Otro grupo contrapublicitario que merece la pena destacar, tanto por su sencillez aparente como por su eficacia expresiva, es The Bubble Project. Basta con leer un extracto del texto de presentación de su web para entender cuál es su filosofía: “Nuestros espacios comunes están siendo invadidos por la publicidad. (…) Antes considerados “públicos”, ahora son las multinacionales las que se apropian cada vez más de estos espacios para difundir sus mensajes con el solo objetivo de obtener beneficios. (…) The Bubble Project es el contraataque. Las Burbujas son la munición. Una vez pegados sobre los anuncios, estos adhesivos convierten el monólogo empresarial en un diálogo abierto. (…) Cuantas más burbujas, más espacios liberados, más intercambio de pensamientos personales, más reacciones a la actualidad, y lo que es más importante, más imaginación y diversión.”

Aunque grupos como Adbusters y The Bubble Project han colocado el consumismo en el centro de la contracultura de los noventa, hay una fuerte línea ideológica que se ha mantenido en la crítica a las multinacionales y a las instituciones financieras internacionales. En 1994, la contracumbre “50 años bastan”, realizada en Madrid contra el Banco Mundial y el FMI, era el pistoletazo de salida de un movimiento antiglobalización que llegó a conseguir en 1999 poner en peligro la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC) en Seattle. El movimiento antiglobalización tomaba cuerpo y el mundo del arte institucional más vanguardista comenzaba un acercamiento que hoy es claramente visible en los programas de muchos museos e instituciones artísticas. El MACBA, Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona, invitó en aquellos años a La Fiambrera Obrera, uno de los colectivos clave en la historia de la contrapublicidad en el Estado español que se caracterizaba por ejercer el arte público más provocativo, a organizar unos talleres con la presencia de los británicos Reclaim the streets o la red internacional Indymedia, colectivos sociales que habían logrado una importante repercusión mediática. Lo que iba a ser sólo un evento artístico más, al final, llegó a confluir con la respuesta social a la cumbre del Banco Mundial en Barcelona y derivó en un experimento insólito: la contracultura fue, por unos meses, contrapolítica, y el MACBA, un centro de medios y un laboratorio artístico del movimiento antiglobalización.

La década de los noventa supuso un entendimiento de envergadura histórica entre el vanguardista mundo de la contracultura y las heterogéneas plataformas sociales de entonces. Artistas con ideología política dispuestos a colaborar con los movimientos sociales y asociaciones cada vez más conscientes de que el acceso a los medios de comunicación era un factor clave de su lucha. Se daba inicio así a un movimiento artístico asociado a la contracultura de masas y que considera el arte como un artefacto explosivo de carcasa militante y expansión política.

Cómo visibilizar la respuesta más allá de las calles

“Después de una extensa y detallada revisión de las políticas comerciales actuales y sus efectos en los países en vías de desarrollo, la Organización Mundial del Comercio ha decidido cesar todas sus operaciones, lo cual se efectuará durante los próximos meses. La OMC se refundará como un nuevo organismo comercial cuya declaración de principios asegurará que el comercio beneficie a los pobres”.

Así se anunciaba ante los medios de comunicación, a finales de 2003, el cierre de la OMC por un supuesto representante oficial de este organismo. Los autores de esta acción reivindicativa fueron The Yes Men, un colectivo estadounidense que se dedica, entre otras cosas, a la “corrección de identidades”. En este caso crearon una página web en la que simulaban ser el sitio oficial de la OMC y, sorprendentemente, consiguieron engañar a algunos visitantes, llegando a hacerse pasar por directivos de esa institución y dando charlas surrealistas en distinguidos foros. El documental que cuenta esta y otras acciones de The Yes Men muestra un nuevo modelo de contracultura, seducida por las posibilidades de las tecnologías y dispuesta a experimentar con cualquier herramienta comunicativa a su alcance. “Nos llamamos The Yes Men porque nosotros estamos de cuerdo con las ideas de esa gente. Lo que hacemos es subir el volumen hasta que sus ideas aparecen distorsionadas en nuestras intervenciones como en un espejo de feria. Lo sorprendente es que la imagen que reflejamos jamás les parece extraña (…) Corregir identidades consiste en hacerse pasar por multinacionales o grandes organismos criminales, que anteponen el beneficio a cualquier otra consideración, para humillarlos públicamente”.

Este colectivo sirve de ejemplo para mostrar cómo internet, desde principios de los años noventa, abre la posibilidad de difundir, intercambiar y organizarse utilizando ordenadores conectados entre sí. Las aplicaciones informáticas hacen posible, en ese contexto, la edición gráfica de imágenes y video y su rápida difusión a través de la red. En un escenario especialmente propicio para la multiplicación de los mensajes, las respuestas contrapublictarias encuentran un nuevo espacio digital donde significarse y alterar logotipos, carteles de películas o fotografías de políticos.

En el Estado español, la citada campaña “50 años bastan” no sólo representaba uno de los espacios más esperanzadores para las organizaciones sociales y colectivos de izquierda, sino también el punto de arranque de un replantamiento del papel que habrían de jugar los medios de comunicación. Entonces, por ejemplo, comienza a funcionar la red Nodo50, que hoy reúne a casi 1.300 grupos y organizaciones de lo más heterogéneo.

Con el crecimiento de internet y, posteriormente, de las redes sociales, tampoco la contracultura de calle será la misma. Imágenes y videos de intervenciones urbanas en cientos de ciudades pasan de ser vistos por algunos viandantes a difundirse de manera global gracias a la red. Internet se convierte en una gran avenida del espacio urbano, permitiendo lanzar mensajes y consignas que se difunden rápidamente a pesar de que sean invisibles ante las cámaras y micrófonos de los medios de comunicación masivos. Es así como van apareciendo nuevos proyectos al abrigo de una gran red de redes cada vez más volcada en lo gráfico y audiovisual.

De este modo, la nueva contracultura ha adoptado internet y las redes sociales como un lugar más de expresión social, pero las luchas siguen estando en las demandas y en las propuestas alternativas que están construyendo los colectivos sociales y la sociedad civil movilizada.

La simbiosis entre la contrapublicidad y los movimientos sociales

Desde la década de los ochenta, ese espacio entre la contracultura y un renovado activismo social ha ido fraguándose una identidad propia, no sólo en cuanto a la crítica de la sociedad de consumo y sus formas de expresión. El BLF, Reclaim the Streets, The Bubble Project, Adbusters, The Yes Men o Yomango son proyectos que, desde distintos puntos del planeta, confluyen en la crítica al papel ideológico de la publicidad, pero a la vez mantienen un compromiso con la experimentación lingüística y la provocación expresiva. Son proyectos que discuten abiertamente con el monólogo de las vallas comerciales, la publicidad de los hipermercados o los medios de masas; apropiándose, como hiciera el arte pop, del lenguaje que se escucha en las ciudades, en la televisión, en los spots. Y, sin embargo, toda esa dimensión lingüística de nada sirve sin el sustento de una crítica bien fundamentada a la crisis socioambiental que genera este modelo económico y a la espiral consumista que lo mantiene, que muestre que somos biodependientes (no podemos vivir sin otros seres vivos) e interdependientes (los humanos necesitamos cooperar para sobrevivir). No es casual que, a la vez que el movimiento contrapublicitario tomaba cuerpo, lo hiciera también un heterogéneo movimiento de respuesta a ese modelo de sobreproducción y sobreconsumo: las asociaciones en defensa de los derechos de las y los consumidores, el movimiento por la agricultura ecológica y la soberanía alimentaria, las cooperativas de consumo y las redes de comercio justo nacían en muchos casos de otros movimientos sociales, pero centraban su lucha en generar otro modelo de producción y consumo.

Así pues, los colectivos implicados en esta revisión del modelo de consumo han aportado a la contrapublicidad un sustento ideológico y un marco de acción basado en el consumo crítico, el ecologismo, el feminismo y el decrecimiento, sin los cuales la contrapublicidad corre el riesgo de quedar reducida a una actividad artística de vanguardia. Como herramienta crítica, la contrapublicidad denuncia el canto publicitario neoliberal por un consumismo liberador y las dinámicas de poder que las empresas anunciantes esconden tras una imagen edulcorada a base de grandes inversiones económicas. Esa crítica expresa, por lo tanto, lo que nunca van a decir los anuncios: qué modelo productivo y de consumo hay detrás del anunciante y qué repercusiones ambientales y sociales tiene.

Pero también la contrapublicidad ofrece un acercamiento educativo al lenguaje del consumo, ese idioma de las cosas que nos rodean. Tan sólo con extraer de su contexto habitual un anuncio publicitario (30 segundos de estudiada narrativa a través de símbolos, imágenes y eslóganes) se despliegan las distintas estrategias comerciales que lo sostienen y los valores que conforman la ideología neoliberal, normalizadora y legitimadora de este modelo socioeconómico. Así, el análisis crítico de los anuncios es una herramienta transversal en tanto que permite abordar temas tan diversos como los que aborda la propia publicidad (relaciones de género, roles de poder, estereotipos de éxito social, exclusión y marginación, sostenibilidad ambiental…), a la vez que es un método para profundizar en las contradicciones de la empresa sentimental, cotejando la veracidad de la imagen de marca que se ofrece a los consumidores y consumidoras.

Y es que, lejos de encontrarnos ante el consumidor históricamente más preparado, seguimos faltos de recursos que nos permitan delimitar entre tanto estímulo y tan abrumadora densidad informativa. Han crecido de forma espectacular los discursos, los eslóganes y las proclamas, pero seguimos adoleciendo de un discurso que nos permita movernos entre una cadena incesante de objetos de consumo programados para dejar de funcionar. Pero, sobre todo, seguimos apresados en la lógica de ese “progreso” tan irreal como el consumo infinito o las materias primas inagotables, a expensas de la explotación de buena parte de la humanidad y tras comprobar que nuestra felicidad depende de otras cosas. En este marco, romper el monólogo del consumismo y cambiar los eslóganes por preguntas bien dirigidas (¿qué cosas debemos producir en un planeta de recursos finitos?, ¿queremos resolver nuestras necesidades de un modo mercantilizado?) resulta un ejercicio indispensable.

Sí se puede

Una de las imágenes que aparece nítida cuando se piensa en el 15M es la Puerta del Sol abarrotada de gente. Otra es una plaza recubierta de carteles tan diversos como diversa es la gente que participó y sigue participando en este movimiento. En mayo de 2011 la plaza se llenó de frases, palabras y dibujos que podían usar soportes tan pequeños como un post it o tan grandes como los que taparon los enormes carteles publicitarios que colgaban de los andamios. La contrapublicidad pasó a ser una forma de respuesta que se utilizó masivamente, de un modo casi intuitivo, para reapropiarse del espacio público, como una vía de expresión y de grito del que se hicieron eco todos los medios de comunicación, mostrando la enorme potencialidad, como nunca antes había ocurrido, de esta herramienta comunicativa.

Estamos en un momento en el que no vale decir que no sirve de nada movilizarse, ni quedarse sentado esperando a ver qué pueden hacer otros por mí. No caben las excusas para no hacer. Para generar un movimiento político y social amplio no hay atajos, hay que construir con la lentitud necesaria pero sin grandes pausas. Y, en este proceso, la contrapublicidad puede servir para buscar otros mecanismos de acción que muestren nuevas estrategias comunicativas más directas, más provocadoras, más llamativas. Ver lo que otros colectivos han hecho puede servir como disparador: la Plataforma de Afectados por las Hipotecas (PAH), por ejemplo, está realizando una campaña de escraches muy similar a la que lleva décadas haciendo en Argentina el Grupo de Arte Callejero (GAC), en relación a la dictadura militar que hubo en ese país. Escrachar significa mostrar lo oculto, visibilizar las actuaciones de determinadas personas señalándolas en los lugares que frecuentan. Con estas acciones, se trata de tomar las calles para mostrar la realidad de lo que nos está pasando: “Sí se puede, pero no quieren”. Los escraches tienen la particularidad de la cercanía, del trato cara a cara, de que los y las vecinas sepan quién vive en la puerta de al lado, la señalización del culpable en su propia casa, en la calle por la que le gusta pasear, en el lugar donde compra el periódico.

La consigna está clara: si queremos que nos vean nos verán. Si queremos que nos escuchen nos escucharán.


María González Reyes forma parte de ConsumeHastaMorir y del área de consumo de Ecologistas en Acción.


Bibliografía

  • CONSUMEHASTAMORIR (2009): Contrapublicidad, Libros en Acción, Madrid.
  • CONSUMEHASTAMORIR y OBSERVATORI RISC (2005-2008): Malababa, nº 1, nº 2 y nº 3, Barcelona.
  • KLEIN, N. (2001): No logo. El poder de las marcas, Paidós, Barcelona.
  • LASN, K. (2007): El sabotaje cultural, El Viejo Topo, Barcelona.
  • TOSCANI, O. (1996): Adiós a la Publicidad, Omega, Barcelona.

Ver en línea : PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global, nº 121, 2013, pp. 159-168.


Notas

[1Oliviero Toscani, Adiós a la Publicidad, Omega, Barcelona, 1996.


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