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Pies descalzos

María González Reyes y Pedro Ramiro (Ecologista, nº 91, invierno de 2017)

Lunes 30 de enero de 2017

Muchas cosas importantes se hacen con los pies descalzos. Limpiarse bajo el agua el cansancio, parir, dormir la siesta en las tardes de verano. También descargar el pescado de una barca que llega a la costa. Pies en el agua templada de la mañana en el hemisferio sur.

El agua a veces acaricia y a veces remueve todo por donde pasa. Pero el agua destapa siempre aquello sobre lo que cae. Da vida, mantiene la vida. A pesar del agua que trata de desarropar de polvo y suciedad hay cosas que vemos y cosas que no. Vemos el pescado colocado en la pescadería pero no la cara de esfuerzo del pescador tratando de evitar que las aves se lo lleven. El agua tapa sus pies descalzos que se mueven rápido para que desde el cielo no se lleven ninguno de los peces escondidos debajo de una tela. Sí se ve que no lo consigue. Vemos a las aves y al pescador queriendo alimentarse de los mismos peces. Peces que se podrían reproducir para que hubiera más pescadores y más aves que se alimentaran de ellos. No se ven los grandes barcos que se llevan a la mayoría de los peces a otras aguas del hemisferio norte.

Camina descalzo el pescador con los pies mojados por el agua del sur. A veces sale por la tele gente que camina con los pies descalzos y empapados. Las personas migrantes que vienen en cayuco no llevan zapatos. Pies mojados por el agua no siempre templada, con pocas ganas de acariciarlos, removida. La tele muestra siempre los pies doloridos y oscuros de los habitantes de las periferias. Se ven pies descalzos de migrantes que parece que no tienen pasado y que no tendrán futuro, como si solo fueran una foto instantánea en el momento del tránsito, detrás de una valla. Pies de personas que viven a la intemperie frente al temporal. Que se dan cuenta que han llegado al otro lado al ver otros pies que no caminan junto a los suyos. No se ve que muchos de esos pies vienen de lugares donde hay historias hermosas narradas por las abuelas y risas y mucho verde que, como el agua, da vida y mantiene la vida. No se ven (ni por la tele ni fuera de ella) los desechos de un sistema que fabrica objetos y personas de “usar y tirar”. Tampoco se ve que son solo un puñado de personas (hombres, ricos, poderosos) los que se quedan con casi todos los peces. El pescador y las aves tienen una relación mucho más equilibrada que el pescador y los habitantes ricos del planeta. A pesar de ser de su misma especie. La naturaleza resuelve bien que haya recursos finitos porque no acapara y conoce el concepto de límite. No lo resuelven bien los humanos.

Comienza a llover. El agua moja a las aves protegidas con sus plumas impermeables que se posan a descansar después de comer. El pescador ya terminó su tarea. El perro se sienta a su lado y, durante un rato, miran al mar. Las nubes no tardan en descorrerse para que salga el sol.

El pescador ha terminado sus cuatro horas de trabajo remunerado diario y, tranquilamente, se va caminando descalzo a casa. La tierra limpia del camino seca, poco a poco, sus pies. Nada los lastima mientras pasea sin prisa hasta su casa, la aldea no está lejos. Al llegar le sonríe. Rozan suave los labios. Charlan un rato. Preparan los peces para almorzar. Luego se tumba a leer antes de recibir a sus hijas cuando vuelvan de la escuela.

Ver en línea : Ecologista, nº 91, invierno de 2017.


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